Max Stirner
decía que Dios y la humanidad jamás se habían preocupado por nada que no fuera
ellos mismos. Al pequeño y miserable hombre se le obligaba a afiliarse a causas
superiores, si bien fuera la Verdad, la Razón o la Justicia, porque se asumía
que su insignificancia lo hacía indigno de volver la mirada sobre sí mismo.
¡Pues no, nada de eso!, protestaba Stirner. Si Dios sólo servía a su propia
causa, ¿Por qué el hombre debía obrar de forma distinta?. Stirner estaba
dispuesto a emular a Dios y a renegar de cualquier meta o proyecto que no
surgiera de sí mismo, de su interés, de su egoísmo. Para él, todo lo que estaba
más allá del hombre era una invención que coartaba su libertad. Lo real era el
individuo y el poder de su voluntad. Lo demás – la Iglesia, el Estado, la
razón, la verdad, la ley, la sociedad o los derechos humanos igualitaristas-,
tan sólo espejismos que limitaban su potencia y libertad. Nada obligaba al
hombre a responsabilizarse por abstracciones que no estaban relacionadas con lo
que realmente era suyo, ¿Y cual era su única posesión?. Ni lo verdadero, ni lo
justo, ni lo libre, sólo el yo. A partir de él, y no de principios o demandas
externas, se debía crear el mundo….
Fuente: Párrafo extraído del "El puño invisible" de Carlos Granés, Editorial Taurus, página 31.
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